Revista #23

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Indice

Editorial

Articulo

Editorial Los hombres no nacen en los hospitales, por Pedro Alejo Gómez Vila. 7
Dime qué lees y te diré qué escribes
Confesión Personal
Tres poetas declaran sus influencias
Los vuelos del canto, por Giovanni Quessep 12
Diálogo con el desconocido, por Juan Manuel Roca 33
Leer y escribir, por Darío Jaramillo Agudelo 53
Las influencias de William Ospina 69
Tres Influencias
Los, los estilos y el maestro
Diez libros que estremecieron a la poesía latinoamericana en el siglo XX, por Ramón Cote Lamus 94
Y el cómo se dice es lo que se dice. Una aproximación al estiloen poesía, por Juan Felipe Robledo 133
La lección del maestro. Reflexiones sobre el taller de poesía. Influencias intertextuales y palimpsesto, por Pedro Arturo Estrada 144
Homenaje y Premiación
Concurso Nacional de Poesía Escrito a la manera de…
Homenaje a Hernando Martínez Rueda, Martinón 158
Parodias: Nicolás Guillén y Edgar Allan Poe 159
Poemas ganadores 167
El Arte en las artes
La poesía en la Pintura
La Pintura en la poesía
El beso de la Gioconda. Pintura Escrita, poesía pintada, por Juan Manuel Roca
Sólo la noche. Poemas sobre pintura. Obras de Mampostería (Van Gogh-Goya-Munch), de Nelso Romero Guzmán, presenta Santiago Mutis.
Poemas de Nelson Romero
197
Poemas para una exposición. Sólo una luz de agua (Francisco de Asís y Giotto), de Pablo Montoya, presenta Ramón Cote Baraibar.
Poemas de Pablo Montoya.
210
La Poesía en la Música
La Música en la Poesía
El habla de los negros en la poesía y la música en Colombia, por Carlos Barreiro Ortiz (Coro Integración Universidad Nacional) 221
Los villancicos, esa otra poesía, por Carlos Barreiro Ortiz (Coro Integración Universidad Nacional) 244
La Poesía en la Ciencia
La Ciencia en la Poesía
Dante Alighieri y la medicina. La influencia de la ciencia en la poesía, por Orlando Mejía Rivera. 261
Poetas de otras partes en la Casa de Poesía Silva MÉXICO
José Emilio Pacheco: La historiaes la ciudad del hombre, por Pedro Alejo Gómez V.
“La vida jamás estará escrita”: José Emilio Pacheco, presenta Darío Jaramillo Agudelo
Poemas de José Emilio Pacheco
279
Adolfo Castañón: La otra mano del tañedor, presenta Fernando Linero
Poemas de Adolfo Castañón
290
Tres poetas mexicanas: Malva Flores, Tedi López Mills y María Baranda, presenta Víctor López Rache 295
SUIZA
“Muy cerca del viento”. Lectura antológica del poeta suizo Klaus Merz, presenta Didier Pfirter, Embajador de Suiza en Colombia
Poemas de Klaus Merz
312
XVII Festival Internacional de Poesía de Bogotá España: Jesús Munárriz, Luis Miguel Madrid 315
Venezuela: Gonzalo Fragui, Miguel Márquez, Adhely Rivero, Ernesto Román Orozco.
Brasil: Floriano Martins
México: José Ángel Leyva
Poetas de Colombia en la Casa Matilde Espinosa: “Corazón Mío”, por Pedro Alejo Gómez V. 333
La poesía de Matilde Espinosa, por Guillermo Martínez González
Poemas de Matilde Espinosa
335
La poesía de Juan Felipe Robledo. Aquí brilla, es extraño, la luz de nuevo, presenta Catalina González
Poemas de Juan Felipe Robledo
345
Gonzalo Mallarino Flores. La poesía como festejo y salvación, presenta Federico Díaz Granados
Poemas de Gonzalo Mallarino
351
Tachia Tachia Quintanar: Los altos pájaros de la memoria, por Pedro Alejo Gómez Vila
Dos poemas de Blas de Otero
360
Mónica Molina: La muerte improbable, Pedro Alejo Gómez Vila 364
Apéndice Colaboradores, programación, publicaciones 366

LOS HOMBRES NO NACEN EN LOS HOSPITALES

I

El mundo es la más reciente hechura del día

Encarcelado, Edmond Dantés ignora el motivo de su detención. “¿Acaso tiene jueces de instrucción, o algún magistrado el Castillo de If?”, pregunta perplejo el reo. “No hay, supongo, más que un gobernador, los carceleros, una guarnición y buenos muros”, le responde el gendarme. Luego, cuando Dantés expresa su deseo de hablar con el gobernador, el carcelero le responde: “Ya le he dicho que eso es imposible… Por los reglamentos de la prisión no está permitido solicitarlo a un prisionero”.

Ignoro si Kafka leyó El Conde de Montecristo. Es improbable que no. La trama es, en todo caso, hasta la página 140, la misma que la de El proceso. “Alguien debió de haber calumniado a Joseph K., porque sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”. “¿De quién viene la acusación? ¿Quién dirige el proceso?”, pregunta K. “Estos señores aquí y yo desempeñamos un papel totalmente secundario en este asunto suyo, sí, incluso no sabemos casi nada de él”, responde el inspector.

Es, a la postre, irrelevante que Kafka sea deudor de Dumas, que Edmond Dantés sea el predecesor de K. El catálogo de los temas es limitado. Los autores son su manera de tratarlos. En ambos casos, una burocracia que excluye y destruye toda responsabilidad personal recuerda al Tribunal del Santo Oficio: las brujas eran quemadas en la hoguera porque antes se habían quemado brujas en la hoguera.

La historia, bajo otra forma, no cesa. “El sistema no lo permite, señor. Su caso no está previsto, luego usted no existe”, dice el funcionario mirando a través del interlocutor transparente como el aire, como si pronunciara un conjuro para defenderse de un pensamiento incómodo. “¿Quién ha hecho el sistema?” “Lo ignoro, señor. No es mi oficio saberlo”.

A veces pienso que los burócratas son la incontestable prueba teológica de la existencia del Diablo: hay burócratas, luego el Diablo existe. Antes Shakespeare había escrito: “Señor, ignoro el motivo de vuestra cólera pues soy inocente”. Y antes, milenios antes, había sido condenada entera la estirpe inocente del hombre al mismo castigo de un culpable. Sin embargo todo es nuevo. El mundo es la más reciente hechura del día. Azul, la luz del alba lo prueba. El destino del “uno” es su propio comienzo y su final. Sin embargo el “dos” es algo más que el “uno” repetido: es otra cosa.

II

Sólo nos mata lo que no somos capaces de crear

 La verdadera historia de un hombre comienza desde mucho antes de haber llegado a la luz primera. Nacemos en la escena. La escena son los tiempos. (las épocas); el mundo está siempre al fondo antes y después] El último día de un hombre es ése en que el recuerdo que de él se tiene cesa para siempre. No venimos al mundo en nuestro día, sino desde mucho antes. Tampoco la muerte nos alcanza en el último instante, sino después, en el definitivo olvido. Nada ocurre en el olvido, igual que en la muerte.

Los hombres no nacen en los hospitales sino en las palabras. Más que entre sábanas, nacen entre influencias. Nacemos en la escena. Los libros son salas de partos.Las épocas, a la postre, son libretos. En ellas actores, sin saberlo, indagan la trama. La memoria, poblada de hombres de todos los tiempos y lugares, es la más vasta ciudad. Los hombres miran con sus recuerdos, más que con sus ojos, y, por ello, muchas veces, no pueden reconocer lo que ven.

La primera influencia es la memoria. Los hombres son actores de sí mismos. La medida de un hombre son sus recuerdos. A veces mira más allá, entonces crea. Un hombre es innumerables hombres: el tiempo lo prueba. Siempre en pos de sí busca sin tregua al que se evade mientras espera al que no acaba de llegar. El que ha olvidado lo asalta. Estamos suspendidos en un instante. El pasado dura: aún no acaba de ocurrir. Sin embargo el futuro, mañana, todavía no es.

[Tal vez sea cierto que el pasado está adelante porque podemos verlo, y que el futuro está atrás porque no alcanzamos a divisarlo.]

El pasado, la historia, le dice al hombre de dónde viene. La imaginación le dice a dónde puede ir. Tanto se parecen los hombres a sus recuerdos como a sus esperanzas.

Estamos hechos de recuerdos, lo que es decir de tiempo. El mismo espejo siempre es otro. También el tiempo se refleja en los espejos.

Sólo nos mata lo que no somos capaces de crear.

 III

Quien dice una plegaria concibe una trama

 Hay quienes regresan a las oraciones. Yo regreso a ciertos libros, a ciertas líneas que son como esquinas o plazas de una ciudad. Los libros son las ciudades del tiempo.

Según Pico de la Mirándola, Dios le habló a Adán con estas palabras: “No te he dado rostro ni lugar que te sea propio, ni don alguno que te sea particular, oh Adán, a fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones los desees, los conquistes y los poseas por ti mismo. Naturaleza encierra a otras especies en leyes por mí establecidas. Pero tú, a quien ninguna frontera limita, por tu propio arbitrio, entre cuyas manos te he colocado, te defines por ti mismo. Te he situado en medio del mundo, con el objeto de que puedas contemplar mejor lo que contiene. No te he hecho celeste ni terrestre, mortal o inmortal para que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor o de un hábil escultor, acabes tu propia forma”.

Lo dice la Oratio de hominis dignitate que consulto para transcribir, y, aun más que el libro, lo dice el recuerdo escrito en la otra transparente pero cierta ciudad de la memoria.

Vagamente recuerdo haber leído que quien dice una plegaria concibe una trama.

 PEDRO ALEJO GÓMEZ

Noviembre 12 de 2009

GONZALO MALLARINO FLÓREZ

LA POESÍA COMO FESTEJO Y SALVACIÓN

 

Hace 20 años, escarbando como solía hacerlo de niño en la biblioteca de mi padre, me encontré con una bella edición del libro Los llantos publicado en 1988. Su autor: Gonzalo Mallarino Flórez un poeta que rondaba, para esos días, los 30 años de edad. Mi padre me habló con tanto entusiasmo de ese poeta que sus palabras cargadas de afecto y de verdadera admiración me invitaron a leer el volumen que tenía entre mis manos. Entonces me encontré con un poeta que tenía un tono y una forma de nombrar el mundo diferente a lo que había leído, en la misma biblioteca, de la joven poesía colombiana de esos años donde lo anecdótico y coloquial marcaban el compás de esos tiempos. Había en Los llantos un asunto lírico definido donde el lenguaje venía cargado de una fuerza y un significado propio lejos de las modas y concesiones del momento.

Pasaron muchos años y siempre supe de Gonzalo Mallarino porque encontraba su nombre en panoramas y antologías de la poesía colombiana hasta que el poeta Mario Rivero en 1999 me invitó a leerlo nuevamente para incluirlo en una exposición de poesía colombiana que preparé para la revista Golpe de dados con motivo de sus 25 años de circulación. Fue en ese momento, un poco antes de la aparición del libro La tarde, las tardes en el que confirmé los diferentes registros de esta poesía y su apuesta por revelar el hecho poético con un ritmo y una temperatura diferentes a lo que hacían la mayoría de poetas de su generación.

Al aparecer la primera novela de la Trilogía Bogotá, Según la costumbre en el año 2003 tuve, nuevamente, la sensación de estar frente a un desafío lingüístico que tenía su verdadero asidero en la poesía de siempre y fue cuando entendí que había un puente de ida y regreso y unos estrechos vasos comunicantes entre la poesía de La tarde, las tardes que estaba desembocando en retratos y en pequeñas historias y esa narrativa cargada de ámbitos poéticos y atmósferas líricas.

Por eso hoy, cuando la Trilogía Bogotá ya hace parte del canon de la Bogotá literaria y veo a muchos jóvenes leyendo la novela Santa Rita, festejo la coherencia de una vocación y la continuidad de una propuesta literaria que siempre ha sido fiel a sus fuentes y a su andamiaje de presencias y de voces. Los diferentes ciclos poéticos de Mallarino han tenido una estructura orgánica tan sólida cuya fuerza llega hasta sus novelas como el buen pintor que maneja a la perfección la geometría y la anatomía.

Hay en la poesía de Mallarino acertados ecos de la poesía española del siglo de oro, filias y acuerdos con la Generación del 98 y la Generación del 27. Hay en ella la sencillez y la hondura de la poesía anglosajona del siglo XX y el color y la tonalidad de la poesía latinoamericana más alta de nuestro tiempo, pero ante todo hay un verdadero festín del idioma, una celebración al mayor instrumento para interpretar un mundo. Porque hay en Gonzalo Mallarino algo de intérprete, algo de decodificador que descifra algunos signos colectivos, algunas voces extraviadas, algunas tarjetas postales sin dirección ni remitente, porque son sus motivos los motivos de todos. Tal vez  porque la poesía no sea otra cosa  sino revisitar lugares abandonados por la vida, a prisa y entregar después algo construido a fuerza de palabras donde el tiempo, si llega, “ya no reina para siempre”.

Pero más allá de aquellas influencias esta poesía escucha su propia voz, sus itinerarios fosforescentes entre la tierra fría y la tierra caliente, la voz de los maestros, las reminiscencias de Don Tomás y Don Agustín, la voz del padre detrás de las puertas y el acento recio y puntual de la madre en las alcobas es una poesía que ha sabido templar esa cuerda entre el bullicio de la calle y el silencio de la soledad donde lo femenino, el dolor, al calle y el corazón humano permiten desde la belleza construir un escenario de signos universales, de guiños y ademanes que exaltan lo verdadero y lo transparente. Del mito al sueño, de los personajes a la imagen, hay un escenario cuyos ejes, sustratos y reminiscencias hacen del poema una casa de signos vivientes pobladas de urgencias y de certezas.

La poesía de Gonzalo Mallarino surge de las circunstancias más diversas, tanto  del tiempo propicio como del ajetreo de la vida cotidiana y sus problemas por resolver. Son campos de observación de ciertos hechos, de ciertos episodios. Inmerso en el don misterioso de aquellas palabras que sugieren, que se involucran y revelan una realidad desde la nitidez personal del autor.

Acá no hay artificios o fórmulas preconcebidas. Hay observación y comparación de la realidad. Una mirada del mundo desde el ángulo del lenguaje porque entraña para él un modo de explorar la realidad con el instrumento de la mirada íntima del poeta y la convicción de que la poesía debe estar más cerca del oficio que de la inspiración, de la vida que de la literatura, de la lucidez que de la paranoia. Un lenguaje preciso, despojado, entre el azar y un permanente deslumbramiento por la vida con sus esplendores y agonías. Gonzalo Mallarino observa y nos traduce con generosidad ese mundo que él pudo ver e interpretar y nos lo reinventa para que lo habitemos sin rencores ni miedos.

En estos años en los que Gonzalo me ha honrado con su amistad he podido comprobar de primera mano que su credo literario, su fe total en la poesía han sido sus verdaderos maderos encontrados después del naufragio porque si de algo sagrado se trata la poesía es su primer refugio de acuerdo a lo que alguna vez respondió a la pregunta de “¿por qué escribo?: “Yo me aferré a la escritura como a un madero en el mar alterado de la vida, de otra forma me hubiera muerto, me hubiera autodestruido. Escribir me hizo posible ahondar en mi condición, en mis recuerdos, en mis sueños, en mis dolores, en una palabra, en mi inconciente. Eso le dio un norte a mi vida, ese ejercicio de transformar lo más oscuro, lo más adormecido, lo más recóndito en palabras y en un ámbito lingüístico. Escribo entonces para que el tiempo no acabe venciéndome, quebrantándome tan pronto con sus dedos”.

Acá su poesía, festejo y salvación.

 

Septiembre 10 de 2009

 

FEDERICO DÍAZ GRANADOS

 

POEMAS DE GONZALO MALLARINO

 

NO PUEDES VENIR

 

La luz cayendo entre los árboles

y esos niños mirando la tierra y buscando con los dedos.

 

Las ramas sobre las cabezas y los niños mirando

las piedras y las lombrices.

 

Se encaramaron después en la barda amarilla para

mirar el río y abajo unas mujeres negras lavando.

 

¿Viste las uñas? ¿Las piernas de ellos? ¿Las espaldas con pecas?

¿Y unas yemas buscando piojos despacio?

 

Así para que sepas cuánta luz había y no vengas

oscura. Mira cuánta tórtola

y cuánta hoja había.

 

Recuerda la tierra entre las uñas de los niños.

Si aún te hace falta mira las rodillas.

Mira que ahora están respirando otra vez los niños

y cae otra hoja.

 

No puedes venir oscura ahora.

No puedes llegarme hoy.

Si sigo en mi letanía

no puedes ya alcanzarme. Oscura.

 

LAS VOCES QUE ESTABAN

 

El tiempo se mete entre los vidrios. Borra

las cosas y las voces que estaban.

 

Yo creería que lo único son los ojos. Y sólo a veces.

Los ojos tienen siempre una tristeza

que puede durar.

 

En cambio las voces. Las manos. Las

bocas. Todo se hace astillas. Particularmente

los brazos se hacen astillas.

 

Ya el vientre que respirábamos. O los muslos

dulces. Eso se ha perdido casi

como si no hubiera sido nunca.

O como si no hubiéramos sido nosotros.

 

¡Qué dolor! Como si no hubiéramos

sido nosotros.

 

BOGOTÁ

 

Se oscurece el cielo y los truenos

hacen trepidar las ventanas.

 

Esta mañana lloverá.

Ya sabemos. Pero en la tarde

el sol calentará la tapia

y la hierba. Y los copetones

vendrán de las ramas al patio.

 

Esta mañana lloverá.

Es cierto. El agua de mercurio

se deslizará aprisa por las

ventanas y estaremos todos

en silencio durante un tiempo.

 

Todos. Callados unas horas

de lana y almohadas heladas.

 

Hasta que el buen sol ilumine

las azoteas y regresen

secas y tibias las palomas.

 

Esta mañana ya sabemos

que estaremos tristes. Pensando

en nuestras cosas en silencio.

Oyendo el mundo en donde llueve.

 

Esta mañana lloverá.

 

Sí. Pero por la tarde escampa.

Por la tarde el sol pasará

sus yemas sobre las cabezas

y sobre las venas azules.

 

Entonces que vuele. Que ondée

el pelo frío de la lluvia.

Aquí en Bogotá ya sabemos.

 

LA TARDE, LAS TARDES

 

La tarde. Cuánto diera yo

por un instante en mi niñez.

 

La tarde. La infancia de Cali

hecha de viento. Hecha de niños

corriendo en calzoncillos calle

abajo. Con la brisa de las

hojas tostadas en la espalda.

 

La tarde fueron los bastones

de luz. Las móviles partículas

cayendo entre las copas de los

árboles. Los cuerpos calientes

de la siesta flotando libres

en el aire de las chicharras.

 

La tarde. ¡Ay! cuánto diera yo.

 

Volver a mi infancia y mirar

a los niños sobre la hierba.

 

Buscarme y hallar a mis hijos

en mi lugar ya. Con mi gato

negro dormido entre sus piernas.

 

LOS PÁRPADOS CERRADOS

 

Yo te recuerdo primera

en un jardín verdadero

donde corre una quebrada.

 

(Y tus párpados cerrados

como tupidas arañas

sobre las mejillas blancas)

 

No era el jardín que he leído.

Ni tampoco el que he soñado.

 

Era el tuyo. El verdadero.

El del rosal en la boca.

El de la boca besada.

 

EL TIEMPO

 

El tiempo se mete entre los vidrios. Borra

las cosas y las voces que estaban.

 

Yo creería que lo único son los ojos. Y sólo a veces.

Los ojos tienen siempre una tristeza

que puede durar.

 

En cambio las voces. Las manos. Las

bocas. Todo se hace astillas. Particularmente

los brazos se hacen astillas.

 

Ya el vientre que respirábamos. O los muslos

dulces. Eso se ha perdido casi

como si no hubiera sido nunca.

O como si no hubiéramos sido nosotros.

 

¡Qué dolor! Como si no hubiéramos

sido nosotros.

 

PARA QUE REGRESEMOS

 

El olor de un armario viejo.

De una pieza sola y oscura.

Del pasto que hoy están cortando.

 

Y volver a escuchar las voces

de unos patios. Ver los borrados

rostros de unas ventanas altas.

 

Todo para que no nos venza

el tiempo. El tiempo con sus dedos.

 

Que el olor se acerque y nos vuelva

durante un instante al pasado.

 

RETRATO DE DOÑA BRICEIDA

 

La mesa de madera pulida y los asientos en derredor.

O los platos en las paredes decorados con viñetas.

O los muebles de terciopelo viejo.

O el florero de cristal murano.

 

¿Qué sería lo último que vio doña Briceida la anciana

antes de morirse?

 

Lo pregunto porque estaba solita.

Yo la imagino mirando su casa silenciosa.

Los ojos vidriosos cubiertos por cejas tupidas

y las orejas muy grandes para el tamaño de la cabeza

 

Recuerdo haberla visto desde niño

caminando por la calle 74

junto al grupo cerrado de pinos.

 

Los brazos largos echados hacia atrás

y las manos huesudas en la espalda.

 

A veces desprendía una ramita

y acercaba a su nariz el perfume frío.

Llevaba siempre falda negra hasta los tobillos.

Y medias corticas. Color piel.

Y zapatos sin tacón. De cuero viejo.

 

Nos daba un poco de miedo a los niños

pero esperábamos a que pasara todas las mañanas.

 

Movía la cabeza como una garza

cuando quería cruzar la calle.

O cuando alguien venía por el andén

pues quería ganar siempre el costado de los pinos.

 

Y ahora se ha muerto.

Yo me la figuro así.

Sentada en el salón con sus pantuflas puestas.

 

Tal vez subirá las escaleras por última vez

y se sentará en su cama frente a la cómoda.

 

Tal vez abrirá una cajita

y mirará unos retratos amarillos.

O unas muñecas con las caritas pintadas

donde quedaron los poros tibios de sus dedos.

 

Después volverá al sofá, frente a la ventana,

Pues ya sabe que llegó el momento.

 

Como hace tanto frío

tendrá una ruana cubriéndole las piernas.

Tendrá la cabeza recostada en el sillón

y las cuentas del rosario enredadas en los dedos.

 

Su cuerpo estará muy erguido

y tendrá los tobillos muy juntos.

 

Muerta doña Briceida. Tranquila en su casa.

Con la boca abierta.

 

AUTORRETRATO

 

Fueron primero las neblinas del páramo.

Las vainas alargadas de las guamas

Los brumosos potreros.

El gallo.

 

Fue la luz que tocó mi cabeza entre la lluvia.

La luz descendiendo como un bastón de oro

por entre los árboles y la lluvia.

 

Después fue la canción de las chicharras

y el aire ondulante de la siesta.

 

Caer la tarde amarilla sobre los cerros pelados

y sentir las babas de la noche de Cali.

 

Y el río.

Los peces bigotudos de los pozos

y las lavanderas negras restregando sobre las piedras.

 

Más tarde alzar la vista hasta la palma

encendida de corozos. El campo se Sasaima.

La pulpa roja de sus zapotes.

Las trenzas perfumadas de María Teresa.

Los aguaceros eternos de la tarde

sobre el campo extenso de las cúpulas verdes.

 

Sí. Allí estuve con la niña rubia.

Entre las ramas y la fronda de los troncos.

Sobre la felpa que conserva la tibieza

de la madera oscura.

 

Estos son mojones que dejó el tiempo en mi memoria.

Mientras yo me abría paso entre las guaduas velludas.

 

Y ahora ha sido el tiempo

de esta lluvia sobre el cerro.

Han sido estos pinos de melancolía.

Estas plazas ocres y manchadas.

Este silencio.

 

Aquí voy entonces buscando un poco de solaz.

Apretando contra el corazón el recuerdo de las

pomarrosas que antaño desprendí.

Que arranqué de las ramas que tuvieron la altitud de mi niñez.

 

Aquí voy buscando a solas mansedumbre.

Juntando los fragmentos destrozados

de este espacio de mi miedo.

Temiendo la muerte

en algún momento de este siglo flamante.

Tal vez bajo el neón de un ascensor

y en medio de los hombros enemigos.