Revista #19

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Editorial

Articulo

Editorial
La ciudad errante
Pedro Alejo Gómez V.

7

Las ciudades en la poesía

Los poetas de la ciudad en Colombia

William Ospina

Piedad Bonnett

10

Lecturas de poemas Rogelio Echavarría
Juan Manuel Roca
Matilde Espinosa Mario Rivero

36

Concurso Nacional de Poemas sobre la Ciudad
Diez poemas ganadores
Mauricio Botero Montoya
Daniel Alejandro Castelblanco
José González Camargo
Pedro Antonio Lamprea
Fredy Yezzed López
Nazly Mulford Romanos
Luis Carlos Pulgarin
J. Arturo Sánchez
Ricardo Torres
Darío Villegas

45

Conferencia
Cervantes, poeta hoy
Jaime García Maffla

57

Conferencia
– Fernando Arbelaéz, poeta y brujo
– Poemas: Nocturnos del sur
Juan Gustavo Cobo Borda
Fernando Arbeláez

74

Conferencia
Vicente Huidobro: su poesía creacionista
Policarpo Varón

82

Conferencia
Día de difuntos: La poesía ante la muerte
Alvaro Miranda

90

Víctor Rojas y la saga nórdica- Kjell Espmark
– Katarina Frostenson
– Alf Henrikson
– Kristina Lugn
Juan Felipe RobledoTraducciones de Víctor Rojas

103

El camino puede ser un círculo
– Lectura de poemasLa metamorfosis de la piedra en canto
– Lectura de poemas
Víctor López Rache
Lasse SödebergVíctor López Rache
Angela García

113

José Luis Díaz-Granados: un hombre terco, un poeta grande
– Lectura de poemas
Alvaro MirandaJosé Luis Dóaz-Granados

120

Las visiones de Fernando Denis
– Lectura de poemas
Nicolás Suescún
Fernando Denis

128

Armando Romero
– Lectura de poemas
Jotamario Arbeláez
Armando Romero

134

Pedro Lastra, poeta extranjero
– Lectura de poemas
Armando Romero
Pedro Lastra

144

Los 25 años de la revista Ulrika
– Lectura de poemas de
Jotamario Arbeláez
María Teresa Caro, Rafael del Castillo,
Jorge Mario Echeverri, Gustavo Adolfo Garcés y Alberto Rodríguez Tosca

152

Presentaciones de libros
– Siete libros y uno menos de Álvaro Rodríguez
– Lectura de poemas- La poesía es un viaje de Robinson Quintero
– Lectura de poemas

– Lecciones de Fagot de Fernando Linero
– Lectura de poemas

– Sanguinas de Fernando Herrera
– Lectura de poemas

Luis Fenando Afanador
Alvaro Rodríguez
Francisco José Cruz
Robinson QuinteroRamón Cote
Fernando Linero

Ramón Cote
Fernando Herrera

163

Concursos y Festivales en la Casa de Poesía Silva
XV Festival Internacional de Poesía de Medellín en Bogotá
– Lectura de poemas
Catalina González (Colombia)
Álvaro Lasso (Perú)
Quentin Ben Mongarya (Gabón)
Idris Tayeb (Libia)

183

III Concurso Nacional de Traducción de Poesía Francesa
– Henri Michaux, vida y obra
Traducciones ganadoras
Nicolás Suescún

188

Concurso de Poesía «El arte en las artes»
Sergei Rachmaninov, todo pasado es extranjero
Poemas ganadores
Juan Manuel Roca

212

IV Festival Infantil de Poesía Ecológica
La poesía en la encrucijada de los hipopótamos
10 poemas ganadores
Pedro Alejo Gómez

220

Apéndices: Colaboradores, programación, publicaciones  

229

LA CIUDAD ERRANTE
 

del editor

I

Otra vez, esta noche los astros, ajenos a sus nombres, siguiendo sus rutas implacables hacia la renovada, inmemorial ceremonia celeste de sus grandes encuentros, regresan de paso a posiciones milenarias.
Miríadas de estrellas cintilan indiferentes, y bajo ellas se levantan las ciudades del hombre.
La suerte del hombre son los hombres.
Toda ciudad tiene un aire de gran barco cruzando el tiempo con la arboladura de sus torres, y, en la noche, con sus luces encendidas como faroles de posición.
Las ciudades viajan: su singladura es el tiempo.
Aun abolidas como Troya, perduran.

II

Nadie ha visto una ciudad.
Las ciudades son invisibles. Lo que de ellas está a la vista es, apenas, la manera en que su espíritu se manifiesta.
Es su espíritu -que puede combatirse o amarse- lo que doblega o enaltece.
El espíritu como las ciudades no duerme.

III

Hay artes cuyo autor es plural e innumerable en el tiempo. Las cambiantes ciudades y los mudables idiomas son, con distinta fortuna, sus obras.
La civitas -de esa voz latina proviene la palabra ciudad- es el conjunto de ciudadanos que habitan una urbs. Y ésta -la urbe, ese inmóvil telón de piedra- es el casco material donde habita la población de ciudadanos. El escenario y los actores; la trama se renueva, incesante.
Las ciudades son libros en que los personajes indagan la trama que los rige.

IV

Suelto como una fiera indómita el tiempo merodea.
El tiempo es la intemperie. Todo arte busca estar al abrigo del tiempo. No hay más amparo del tiempo que la memoria y la imaginación.
El arte es una arquitectura.
También las ciudades son levantadas contra el tiempo.
El tiempo es el gran escenario.
El mundo, a fin de cuentas, no es más que una provincia del tiempo.
La memoria es el nexo con los hombres del pasado. La imaginación es el contacto de los hombres con las ciudades futuras.
Me figuro yo que las cubiertas de los libros son las estampillas postales de cartas dirigidas a los desconocidos hombres que vendrán.

V

Los idiomas son antiguas ciudades errantes.
Las palabras son calles para franquear la distancia entre los hombres y para atravesar los tiempos.
Más que a calles de distancia los hombres están a palabras de distancia.

VI

Aun sin nombre en los sueños siempre hay una ciudad.
Los sueños como la vida transcurren siempre en una ciudad o cerca de alguna.
Mapas, siempre precarios, dan, a escala, cuenta trunca de sus tamaños y de sus caprichosas formas. Pero ninguna ciudad tiene un tamaño mensurable: la cierta, fugaz, extensa y variable geografía de los sueños multiplica sus confines y desquicia sin remedio la posibilidad de su exacta cartografía.
La cifra de sus habitantes cambia cada vez que alguien recuerda a un muerto o a un viajero.
Mi padre, que a veces me llevaba a Londres en sus recuerdos, va conmigo por estas calles.

VII

Los tiempos de las ciudades, como los pacientes tiempos de los árboles, son distintos.
Las épocas son sus días.
Casi dos siglos después de la Revolución Francesa, Chou en Lai declaró que aun era demasiado pronto para saber si triunfó.

VIII

Las ciudades gobiernan con recuerdos. También con imágenes.

Las leyes palidecen ante el arduo e íntimo gobierno de los recuerdos.
Hay imágenes que no sanan como heridas abiertas para siempre.
Es cierto que «una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes», conforme al Cuarteto de Alejandría. Pero también es cierto que hay en ellas, a plena luz, regiones aún «más profundas que las lágrimas».

IX

También hay ciudades en el otro mundo.
Cielo e infierno no son más que ciudades antípodas en la eternidad. Y, en la Divina Comedia, el reflejo perpetuo de cada uno de los actos posibles.

«Por mí se va a la ciudad doliente,
Por mí al abismo del torrente fiero,
Por mí a vivir con la perdida gente.
La justicia a mi autor movió severo.
Me hicieron el dolor que todo

         alcanza,
El saber sumo y el amor primero.
Oh! los que entráis, dejad toda

        esperanza»

X

Es una ciudad la populosa memoria que Robinson Crusoe visita en su isla a la hora incierta de la nostalgia. Los hombres son ciudades errantes.
Con cada peregrino viaja una ciudad.

XI

Todo son espejos. Las libélulas y las ideas son espejos. Los pájaros y las voces son espejos en el aire. Quien mira algo se ve a sí mismo desde lo que mira.
También el papel en blanco es un espejo. Toda escritura es un reflejo en ese espejo.
Las ciudades son espejos transitables.
Es imposible hablar de una ciudad sin hacer una confesión.

XII

Después de un encuentro pactado en donde acaba la calle Great Tichfield, al que no pudo llegar, demorado por fallidos pormenores judiciales de una herencia, durante años Thomas de Quincey buscó a Ann, una prostituta huérfana de 16 años, a cuya «compasión y generosidad» declara deberle la vida desde cuando, abocado a las calles, enfermó, cayo de espaldas en una escalera, sumido en una profunda postración de la que solo lo rescató «un vaso de vino y especias» que le prodigó la joven.
Años duró escrutando miríadas de rostros en las calles y, abandonada la esperanza, buscó todavía que la bendición de su «corazón abrumado por la gratitud» la alcanzara «en la oscuridad central de un burdel de Londres».
«No hay duda de que nos hemos buscado en el mismo instante a través de los poderosos laberintos de Londres; tal vez hemos estado a pocos pasos uno del otro; no es más ancha la barrera en una calle de Londres y muchas veces equivale a la separación por toda la eternidad».
Al tiempo, Emmanuel Swedemborg transitaba entre ángeles las calles de Estocolmo.

XIII

Concordia civium murus urbium. «La concordia de los ciudadanos es la muralla de las ciudades».
Las torres abatidas de las ciudades medievales eran un castigo para sus habitantes derrotados.
Las ciudades son símbolos habitables.

XIV

También la historia del hombre es una ciudad.
Nosotros, todos, estamos hoy al lado de los hombres que en Atenas, hace 25 siglos, oyeron la poderosa voz de Pericles: «Al engrandecer sus hijos la ciudad, -dijo- ésta les ha engrandecido».
Esa advertencia es también un desafío.
Nada perdurable puede construirse con lo precario y quebradizo.
El pasado antes fue presente.

PEDRO ALEJO GÓMEZ

LAS CIUDADES EN LA POESÍA

 

Oímos decir a menudo que, dado que la civilización se ha pasado a vivir a las ciudades, ya es hora de que la poesía se haga urbana. Muchos críticos rastrean las obras de los poetas contemporáneos tratando de asistir al momento en que la ciudad se apodere de sus versos y les incorpore no sólo los paisajes urbanos sino los juguetes de la industria y de la tecnología.

Quienes abogan porque la poesía se vuelva urbana olvidan que la poesía comenzó siéndolo. El poema más antiguo y más vivo de la tradición que solemos llamar occidental, la Ilíada, no sólo es un poema urbano sino el canto a la destrucción de una ciudad. Es decir, empezamos cantándole, ni siquiera al nacimiento de las ciudades, sino a su aniquilación y su ruina.

Las ciudades son tan antiguas como la civilización. Lo que llamaban los griegos la Polis no era un conjunto de edificaciones, con calles, ágoras, templos, bibliotecas, escuelas, plazas, jardines, comercios y lupanares, sino el orden social del que florecían esas cosas. La Polis hace posible el mundo urbano, pero es sobre todo el orden mental, el sistema de relaciones que teje una cultura, y su hilo principal es el lenguaje.

Llena de ciudades estuvo siempre la poesía. De la Troya de la Ilíada, de las urbes de los griegos en el Peloponeso y en las islas, de Creta, ciudad de reyes y de laberintos. La Biblia abunda en poemas urbanos, en torno a los templos de Jerusalén, a las murallas de Jericó, a los palacios de Egipto, donde vivió su destierro José el muy bello. Los patriarcas habían venido de Ur de los Caldeos, que por primera vez tuvo observatorios para vigilar y bautizar a las estrellas. El salmo 137 de David comienza en Babilonia, donde los hebreos capturados en masa recuerdan con lágrimas la destrucción de su ciudad, le piden a su Dios que la lengua se les pegue al paladar si olvidan a Jerusalén, y afilan las uñas del resentimiento prometiéndose estrellar en el futuro contra las rocas a los pequeños hijos de Babel.

En el vértigo de los milenios es fácil sentir que uno de los primeros sueños humanos fue la ciudad, y que ya la antigüedad tendía a especializarla. Atenas del conocimiento, Tiros y Nínives del comercio, Babilonias y Persépolis del lujo, Florencias del arte, Romas del poder, Sodomas de la voluptuosidad. Los poetas, por su parte, se han movido entre la celebración o la deploración de sus ciudades reales, y la invención de ciudades fantásticas. Y aún cuando los poemas no describan a una ciudad evidente, la ciudad está tácita en sus versos.

Influidos por el romanticismo, pensamos a veces en poetas aislados, viviendo solitarios lejos del mundo, pero la poesía supone diálogos incesantes, debates literarios y filosóficos, escuelas retóricas, academias, certámenes de erudicción, cruces de lenguas y de mitologías. Cuando el poeta Rubén Darío pasó en 1892 por Cartagena de Indias y entró a visitar a Rafael Núñez, parece que éste le preguntó cuál era su rumbo. «Vuelvo a Nicaragua», le contestó. «Pero no, dijo Núñez, usted necesita estar en alguna de las grandes capitales de la cultura, donde haya interlocutores y debates». Allí mismo le propuso que fuera cónsul de Colombia en Buenos Aires, entonces una de las dos grandes capitales de la lengua castellana. La historia demostró que Núñez tenía razón. En Buenos Aires, Rubén Darío se convirtió en la voz de una generación que en el continente entero estaba renovando la lengua, y pudo llevar ese mensaje y ese magisterio hasta la España fatigada del fin de siglo, que languidecía, viuda de poder, añorando el imperio que había perdido y olvidando que había sembrado una lengua vigorosa en un mundo nuevo. La América Latina le envió con Rubén Darío a España ese bálsamo, la certeza de que la lengua seguía viva y llena de espíritu creador en dieciocho naciones de ultramar. Fue gracias a ese polen que Madrid volvió a convertirse en una de las capitales de la lengua castellana.

Un español de aquella época nos dejó una célebre traducción del hermoso poema novelado «Los amores de Dafnis y Cloe», que empieza hablando de Mitilene, la ciudad en la isla de Lesbos, cruzada por canales y frecuentada por navíos, desde la cual Longo evoca sus escenas pastoriles: «Tocaba ya a su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en la tierra. Los árboles tenían frutalos sembrados, espigas. Grato el cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos; cantaban al correr mansamente; que los vientos daban música como de flautas al suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo…».

Muerta Grecia, Roma llenó de poesía a Occidente. Fueron tales allí el abigarramiento y la muchedumbre de la vida urbana que, según Víctor Hugo, la ciudad se confundía con el Universo. Oscuros aventureros -dice- se encontraban el trono en su camino, entraban, le daban una dentellada al género humano y después se iban. Ese desorden movió al poeta de la Leyenda de los siglos a decir que Roma era la puerca que se revolcaba en los estercoleros, e hizo que los poetas empezaran su cíclica añoranza de las sencillas armonías de la vida silvestre.

Hay una intemporal poesía de la Arcadia, la nostalgia de paraísos campestres o salvajes, donde sólo hay bosques y fuentes, cantar de pájaros y correr de vientos, pero lo más probable es que esos jardines de la nostalgia o de la ilusión hayan sido soñados y anhelados por hombres que vivían en ciudades. Las Bucólicas de Virgilio, entonadas con flauta campesina, «obra grata a la gente labradora», como leemos en la traducción de Miguel Antonio Caro, fueron escritas por un varón de esa laberíntica Roma Imperial que ya se preparaba para cantar a la Cartago de Dido, esa ciudad de origen Tirio que se había alzado allá, lejos, frente a la ribera donde el Tíber se derrama en el mar. De ese mismo entorno brotaron las Sátiras de Marcial y los yambos de Cátulo, y los poemas de amor de este poeta a Lesbia, la cruel, que no era otra que la libertina Clodia Pulcher, a la que el poeta le labró un nicho divino en sus versos pero en realidad murió degollada a las orillas del Tiber por alguno de esos gladiadores borrachos con los que se trenzaba en las tabernas.

Pero Roma fue tan dilatada que su agonía duró siglos, y por esa dispersa ciudad moribunda discurrieron después los asuntos refinados y decadentes del Satiricón de Petronio. Chesterton, quien hizo todo lo posible por hermosear al cristianismo, decía que esa religión vino a limpiar de pecado los bosques, que estaban como envilecidos por el olor de las guirnaldas de Príapo, y que el universo cristiano tuvo que lavar el agua y cauterizar el fuego, porque el paganismo había profanado los elementos, cargándolos, supongo, de sensualidad. Pero eran hermosos y vanos intentos por salvar lo insalvable: el agua bendita de los templos medievales era portadora de pestes como toda agua estancada, y el fuego de las piras de la inquisición no fue precisamente un homenaje a la inocencia de los elementos.

Hombre de ciudad, Dante Alighieri, nos hace sentir al comienzo de su Comedia, buena prueba de que la humanidad acababa de atravesar siglos aciagos, que la imagen más acabada de lo espantoso es «una selva oscura». !Ahi quanto a dir qual era è cosa duraesta selva selvaggia e aspra e forteche nel pensier rinova la paura! (Ay, qué duro es decir cómo era aquella selva salvaje y áspera y fuerte que renueva el pavor en el pensamiento).

La Edad Media había sido consecuencia de la caída de Roma. La gran ciudad que centró a Europa se había derrumbado, las aldeas se hundieron en un sueño de siglos, los caminos se hicieron intransitables, los bosques volvieron a ser tierra de duendes y espantos. Todo vuelve, y a veces la poesía de la ciencia ficción nos hace sentir que eso que ya ocurrió puede volver a ocurrir, que esta edad nuestra de cosmopolis podría colapsar, y que otra vez la humanidad podría verse refugiada en los campos, en aldeas fanatizadas contra los forasteros o contra la tecnología. Bastaría una sola peste de las que ahora se ciernen sobre la humanidad para reducir a tierra de nadie estas megalópolis de más de diez millones de habitantes que hoy asfixian y fascinan al mundo. Y como sólo lo inesperado ocurre, Umberto Eco ha dicho que estamos a las puertas de una nueva Edad Media.

Por mucho tiempo la naturaleza infundió temor a los hombres de Occidente. Razón de ese divorcio fue sin duda el Cristianismo que desterró a los dioses paganos que eran los fenómenos naturales, el renacer de los campos en Artemisa, la luz, la armonía y la música en Apolo, el amor en Afrodita, el odio en Ares, el mar en Poseidón. Pero al final de la Edad Media la cultura empezó a mirar la naturaleza de nuevo con ojos amorosos. Dante, el hombre de Florencia, tuvo la virtud de abrir otra vez las puertas que llevaban a la naturaleza, fue capaz de mirar con amor a esas estrellas convertidas durante siglos en instrumentos de venganza, en símbolos de la justicia divina. Para los hombres de la Edad Media, como para los del antiguo testamento, Dios se confundía con la Justicia y con la Venganza, pero a pesar de Cristo, no con el Amor. Sólo Francisco de Asís, y después Dante, volvieron a creer en la fraternidad con el mundo. Y yo pienso a veces que la Edad Media, tan llena de miedo natural y de pavor sobrenatural, terminó el día en que Dante, viendo alzarse el planeta Venus sobre las terrazas del purgatorio, escribió estos versos:

Lo bel pianeto che d’amar conforta

faceva tutto rider l’oriente

(Ese bello planeta que nos consuela

con amores

Iba haciendo reír todo el oriente).

Y cuando, un poco más adelante,

 dijo, hablando de las estrellas:
Goder pareva ’l ciel di lor fiammelle

(El cielo parecía gozar de sus

llamitas).

Pero él había padecido tanto las opresiones y los vicios de la ciudad, de su ciudad de Florencia, a la que tanto amaba y temía, pero también de sus ciudades del exilio, de Paris, donde todavía una estatua en la Sorbona nos recuerda que ese hombre casi mitológico vivió y enseñó allí, que la ciudad más memorable de la Commedia es precisamente una ciudad infernal, la ciudad de Dite, cuyas puertas los demonios han cerrado al paso de ese cuerpo y esas dos almas que son Dante y Virgilio, hasta el punto de que un ángel tiene que descender del cielo y avanzar por la ciénaga llena de réprobos, que saltan a su paso como ranas ante el avance de la serpiente enemiga, para abrirles las puertas de la ciudad, sin dignarse siquiera mirarlos. Bien rodeados por el mundo madrileño de los Austria están Boscán y Garcilaso, que se deleitan en evocar un mundo de:

Corrientes aguas, puras, cristalinas,

árboles que os estáis mirando en

        ellas, fresco prado de verdes

        sombras lleno

Y Francisco de Quevedo, a quien más que celebrar las sucias y turbias ciudades del siglo XVI le deleita describir las ruinas de las ciudades viejas, y Góngora, constructor de mecanismos verbales, y Lope, quien se complace en tejer variaciones sobre la lejana caída de Troya, como este soneto lleno de destrezas, en el que el cielo es enemigo de los seres humanos, la guerra es femenina, los templos ya nada protegen, la luz del incendio es un espanto amarillo, un río corre en sangre, y las altas fortalezas de los hombres se están desplomando:

Árdese Troya y sube el humo oscuro

Al enemigo cielo, y entre tanto,

Alegre Juno mira el fuego y llanto,

Venganza de mujer, castigo duro.

El vulgo, aún en los templos mal

       seguro,

Huye cubierto de amarillo espanto,

Corre cuajado en sangre el tinto

       Xanto,

Y viene a tierra el levantado muro.

Crece el incendio propio el fuego

       extraño,

Las empinadas máquinas cayendo

De que se ven ruinas y pedazos.

Y la causa eficaz de tanto daño,

Mientras vencido Paris muere

       ardiendo,

Del griego vencedor duerme en los

       brazos.

También los antros y las fuentes y las rocas altivas que van cayendo abajo con resbaloso paso en versos de Ronsard son fruto del amor por la naturaleza de un hombre de ciudad. Pero tal vez pocos poemas saben mostrar tan bien el contraste entre la fragilidad de las obras humanas y la eternidad de la obra de Dios, que es el otro nombre de la naturaleza, como ese soneto «A Roma» de Joachim du Bellay que nuestro gran traductor Andrés Holguín vertió así:

A Roma en Roma buscas, oh

     extranjero,

Mas ya nada de Roma en Roma

     existe,

Los viejos muros que entre escombros

     viste

Es lo que llama Roma el mundo

     entero.

Cuánto orgullo entre ruinas prisionero,

Tú, que al mundo tus leyes impusiste,

Para vencerlo todo, te venciste,

Y el tiempo te consume en su brasero.

Túmulo es Roma, a Roma misma

     alzado,

A Roma sólo Roma ha sojuzgado,

Y oh vaivén mundanal, sólo subsiste

De Roma, el Tíber que a lo lejos

     huye,

El tiempo lo que es firme lo destruye,

Y sólo lo que huye le resiste.

También a Shakespeare lo atrae la idea más tentadora para los poetas, la idea de la demolición de las ciudades. Pero extrae de ella nuevas consecuencias. En su soneto 64 declara:

Las ruinas me enseñaron a pensar,

y con ello nos indica que la caída de las ciudades no es para él más que una metáfora del poder corrosivo del tiempo, que también nos gasta a nosotros. Londres es sin duda la causa eficiente de la inagotable galería de personajes que llenan sus obras, y Shakespeare parece hecho para comprobar el elogio de su ciudad que hizo un siglo después su reivindicador el Doctor Samuel Johnson: «Amigo mío, si alguien está cansado de Londres es porque está cansado de la vida, pues Londres tiene todo lo que la vida puede ofrecer». Esa frase está grabada en el pedestal del monumento al gato de Johnson, Hodges, en una plazuela de la ciudad, y hasta esa escultura en tamaño natural de un gatito presidiendo una plaza parece hecha para demostrar que en Londres es posible encontrarlo todo. En ese Londres, Shakespeare inventó la ajedrezada Verona de Romeo y Julieta, una ciudad tejida de discordias donde sólo el amor está prohibido; y la fronteriza Venecia de Otelo, donde el amor entre razas y edades distintas termina siendo sacrificado por la envidia; y la conspiradora Roma de Julio César, donde todos los caminos del gobernante están limitados por las filosas dagas de sus amigos; y la hipócrita Atenas de Timón, donde el hombre que disipa su fortuna sólo encontrará ayuda al final en el único hombre que no quiso aceptar sus regalos. En esas ciudades fantásticas de Shakespeare floreció el héroe moderno, Hamlet, el vengador paralizado por la duda, que parece convertir la afirmación de Zenón de Elea de que es imposible ir de un lugar a otro (porque primero hay que recorrer la mitad de ese espacio, y después la mitad de la mitad y así hasta el infinito) en la insinuación de que es imposible clavar un puñal en un pecho, porque antes hay que atravesar el espacio de la vacilación, y después el espacio del arrepentimiento, y después el cálculo de los efectos, y después el abismo que hay entre el pensamiento y la acción. La ciudad de Hamlet sería un laberinto de antesalas y escaleras y puertas y galerías, demoradas por la argumentación, donde todo pensamiento se bifurca, donde a cada idea de venganza le brotan cabezas de hidra que posponen el desenlace. Es curioso que cuando sus amigos le reprochan a Hamlet que tal vez se siente asfixiado porque el reino de Dinamarca le parece demasiado pequeño para su orgullo, ese dilatador del espacio les responda: «Yo podría estar encerrado en la cáscara de una nuez, y sentirme sin embargo rey del espacio infinito».

Pero si bien la ciudad estuvo siempre tácita en la obra de los poetas, la verdad es que no siempre fue un tema evidente de la poesía. Se diría que era un escenario para los argumentos, pero no el argumento mismo de las obras literarias. Fueron los filósofos los primeros que empezaron a discurrir sobre la ciudad como tema. Desde la platónica Ciudad de Dios de San Agustín, hasta la Utopía de Tomás Moro, desde la Nueva Atlántida de Francis Baçon hasta los falansterios de los socialistas fantásticos, la ciudad se convirtió en un instrumento literario para pensar porvenires posibles del mundo, para desplegar doctrinas y formular programas políticos. Con el Renacimiento europeo, tan estimulado por la edad de los Descubrimientos y por la conquista del Nuevo Mundo americano, las ciudades imaginarias arreciaron. Marco Polo era el precursor, después los viajeros llevaron a Europa sus Eldorados y sus Manoas, su Ciudad de los Siete Césares y su ciudad de las Amazonas, y en las distintas artes empezó a florecer el hábito de las ciudades soñadas. Piranesi se dedicó a fabular espacios e inventó una Roma fantástica con reacomodamientos de la Roma real, sugirió ciudades infinitas que combinaban las arquitecturas, los monumentos y los inventos de las mil ciudades de la historia, y aprendió a alterar la perspectiva para producirnos la fatiga de la inmensidad.

Frente a esas geometrías eminentemente urbanas se alzó el Romanticismo. Estaba hecho a la vez de nostalgia del pasado y de sed de futuro. Quería volver a Grecia, pero también huir a la luna. Y su principal deleite fue combinar las simetrías del urbanismo con el exotismo de las selvas, de las montañas enormes, de los cañones desmesurados. Ciudades que ocupan un lugar fronterizo entre las selvas y las plazas, entre el palacio y el abismo, mezclas de paredes con inmensas cascadas y vastos salones de madera y de mármol donde está domesticado el fuego. Es posible encontrar incontables ejemplos en la poesía de Keats y de Byron, de Walter Scott y de Hölderlin, pero tal vez el mejor ejemplo sea el poema Kublai Khan de Samuel Taylor Coleridge, un palacio verbal que le fue dictado por un sueño.

En Xanadú erigió Kublai Kahn un gran palacio de placer, allá donde Alf, el río sagrado, resbala entre cavernas que no abarca la vista humana, hasta hundirse en un mar sin sol. Dos veces cinco millas fértiles ciñó de muros y altas torres, y adentro los brillantes arroyos surcaban los jardines, florecían en perfume árboles numerosos, y los rincones sonrientes estaban rodeados por selvas tan viejas como las montañas.Pero hay, esa romántica quebrada que se hunde al sesgo al pie de la colina verde, entre los cedros. ¡Un agreste paraje, embrujado y sagrado, como si allí en tiempos perdidos, bajo la luna menguante, una mujer hubiera venido a llorar a su amor satánico!

Después de describir el paraje y el palacio, el poeta recuerda una doncella abisinia que una vez vio en un sueño: tañía el dulcémele mientras cantaba suavemente al monte Abor. Y dice que si pudiera suscitar de nuevo en su interior esa música y esa canción, se sumiría en un éxtasis tan profundo, que podría reconstruir con música en el aire aquel palacio resplandeciente con sus hondas cavernas de hielo. Y añade que todos los que vieran el prodigio exclamarían: «!Cuidado! ¡Ved cómo resplandecen sus ojos resplandecientes y como flota su cabellera! Trazad en torno a él un triple círculo, y cerrad los ojos con reverencia, porque se ha alimentado de rocío y ha probado la leche del paraíso».Ese final parece aludir también a algo que Novalis dejó escrito en su Enciclopedia: «La poesía, en sentido estricto, parece ser un arte intermedio entre las artes plásticas y las artes sonoras». Es verdad que cuando nos asomamos a la poesía, no sólo estamos ante un arte musical, que es su componente más hondo, sino ante un arte de la descripción, de la narración, de los órdenes del espacio, de la sensorialidad y del pensamiento.

Así iba brotando la ciudad de los románticos, con un poco de nostalgia y un poco de sed de futuro, con todas las bellezas de la ciudad de la historia pero prescindiendo de todas sus fealdades, y sobre todo, tratando de combinar de mil maneras estimulantes para la imaginación los cristales de la arquitectura con las asimetrías del universo natural.

Y frente a ella se alzó de pronto la ciudad de los modernos, cuya mejor expresión está sin duda en la obra de Baudelaire. Ahora se trataba no tanto de soñar la ciudad ideal cuanto de reconciliarnos con la ciudad real, cada vez más absurda y fantástica, no para aprobarla, sin duda, pero sí para reconocerla como el escenario de nuestro destino, de nuestros sueños y de nuestras pesadillas. Baudelaire empieza por destacar sus paradojas:

Por los pliegues sinuosos de viejas

      capitales,

Donde aún el horror tiene un secreto

      encanto,

Yo acecho, obedeciendo mis humores

      fatales,

A esos seres extraños a los que

      quiero tanto.

La suya es la ciudad real, ciudad hormigueante, ciudad llena de sueños. La ciudad del azar asombroso de los encuentros, y del azar deplorable de los desencuentros, a la que le escribió uno de sus poemas más bellos, el soneto en que encuentra una hermosa mujer por una calle estridente, y cruzan sus miradas, y sigue cada cual su camino, para comprender, cuando ya la ha perdido, sin duda para siempre, que sólo a ese ser habría podido amar, y que además, por el fulgor de sus ojos, ese cielo lívido y momentáneo donde vio gestarse los huracanes, que ella en el mismo instante también lo había comprendido.

Igual es de Baudelaire el famoso poema «Recogimiento», donde con la llegada del atardecer sobre la ciudad, el poeta se reconcilia con su propio dolor, y acepta la noche como si aceptara la muerte:

Dolor mío, ten calma y tu angustia

      serena.

No ansiabas ver la tarde, mírala, ya

      desciende,

Una atmósfera oscura por la ciudad

      se extiende

Trayendo a unos espíritus la paz, a

     otros la pena.

Mientras la muchedumbre que el

     placer enajena

Y azota cual verdugo sin compasión,

     Pretende

Cazar remordimientos, cuando

     el festín se enciende,

Ven, dolor, por aquí, dame tu mano

     buena,

Y huyamos lejos, mira cómo los

    muertos años

Surgen con viejos trajes en el balcón

     celeste,

Cómo brotan, sonrientes, del mar los

    desengaños.

Cómo el sol bajo un arco se duerme

    en lontananza,

Y como un gran sudario que viene

    desde el este,

Oye amor, oye cómo la dulce noche

     avanza.

Como Baudelaire, Verlaine aprendió a no idealizar la ciudad sino a cantarle a su sordidez y a su oscuridad:

Arrastra, triste Sena tus olas

          indolentes,

Con un hedor malsano pasan bajo

          tus puentes

Muchos cuerpos sin vida

         bajo la niebla gris

A cuyas almas tristes hizo morir

        Paris.

Para Verlaine, como después para Cavafis, poco importa el ámbito sórdido de la ciudad, pues ellos saben tener, en medio de esas sordideces, sitios privilegiados para el goce. El poeta de Alejandría sentía que los cuerpos desnudos de sus amantes, y los deleites del amor carnal convertían casi en palacios esas pobres habitaciones de hoteles humildes donde se encontraban por horas. Y Verlaine dice en un poema, que se deleita en enumerar cosas ordinarias y sórdidas:

El ruido de los cabarets, el fango de

     los andenes,

Los árboles marchitos deshojándose

     en el aire negro,

El ómnibus, un huracán de hierro y

     de barro,

Que rechina, mal sostenido sobre sus

     cuatro ruedas

Y hace girar lentamente sus ojos

    verdes y rojos,

Los obreros que van a la taberna,

    haciendo humear

Sus pipas en la nariz de los agentes

   de policía,

Tejados que gotean, muros

    chorreados, lisos adoquines,

Brea esparcida, arroyos que llenan

    los desagües,

Ese es mi camino, con el paraíso en

   el fondo.

Ese Paris de Baudelaire y de Verlaine es esencialmente lo mismo que el Londres de Dickens, en cuyos arrabales sórdidos empiezan a humear las chimeneas de las fábricas, donde la vida de las multitudes rezuma humedad y los rincones están llenos de chinches y de ratas. El poeta no está intentando disimular esas cosas sino que juega a extraer poesía de ellas, y es por eso que Baudelaire se alza al final frente a Paris, a la ciudad atroz de su vida, y le grita con voz de triunfo: «Tú me diste tu barro y con él hice oro!». Ha extraído poesía de la vida cotidiana, de acuerdo con aquella afirmación de Chesterton, según la cual hay poetas que saben que la plenitud de la vida puede encontrarse en los salones exquisitos y en los palacios de la aristocracia; que hay poetas mejores que saben que la plenitud de la vida está también en los antros infames y en las barriadas de la miseria; pero que hay poetas tan grandes que saben que la poesía está en cualquier parte, y que son capaces de encontrar poesía incluso en su propia familia.

Así llegamos a la ciudad de Joyce, quien casi por primera vez intentó que el protagonista de una novela, que es también un poema gigantesco, no fueran ya unos personajes particulares, unos destinos aislados, el hilo de unos hechos, sino la ciudad, su ciudad de Dublín, y todas las cosas que pudieron pasar en ella un día preciso, el 16 de junio de 1904. Allí el poeta extrema sus recursos para atrapar el misterio de la simultaneidad de espacios y de destinos, la abundancia de las sensaciones, y el esfuerzo mágico por lograr que las palabras atrapen la esencia de la realidad; que en un día del hombre estén los días del tiempo, en una ciudad del lenguaje todas las ciudades del espacio, y encerrado en un libro todo un día del mundo. Ese es el propósito mágico del Ulises de Joyce, el más alto e inabarcable poema sobre la ciudad que haya soñado esta edad de urbes ya sin centro y sin Dios.

Esa ciudad de los modernos es la ciudad de nuestros poetas latinoamericanos. La ciudad del Entierro en el Este, y del Tango del viudo de Pablo Neruda; la ciudad de César Vallejo, quien trata de vivir el contraste entre el Paris lluvioso y desordenado que lo ciñe y la nostalgia de sus aldeas del Perú con sus muchachas olorosas a selva:

¿Qué estará haciendo a esta hora

mi andina y dulce Rita de Junco y

      Capulí,

ahora que me asfixia Bizancio, y que

      dormita

la sangre como flojo coñac dentro

      de mí?

Esa es la ciudad, para nada sublimada en metáforas y en abstracciones, pero llena de honda humanidad, de sorpresas, de pequeños milagros, de graves comprobaciones mortales, de la intuición de un lazo profundo entre las lenguas de la urbe y las conmociones del alma, de un poema con el que quiero terminar este viaje apresurado por las relaciones entre la poesía y las ciudades. Es el soneto que Borges escribió a Buenos Aires, que hace de la ciudad un mapa de la propia vida, una melancólica autobiografía, la certeza, que también tuvo Cavafis, de que toda ciudad les da lo mismo a sus hombres, de que la ciudad de la infancia, de los amores y los sufrimientos, nos sigue a donde vayamos.

Los mismos suburbios mentales van de la juventud a la vejez.Donde quiera que miro se alzan las negras ruinas de mi vida.Borges es un poco menos melancólico, pero su conclusión no será menos dura. Si la ciudad no es sólo el escenario de nuestra vida sino también el lecho de nuestra ceniza, la ciudad es algo más que calles y edificios, que teatros y oficinas, que mercados y fiestas, la ciudad es un misterio, y el lazo que nos une a ella más irrompible de lo que podríamos pensar. Este es el poema «Buenos Aires»:

Y la ciudad, ahora, es como un plano

De mis humillaciones y fracasos,

Desde esa puerta he visto los ocasos,

Ante ese mármol he aguardado en

   vano.

Aquí el incierto ayer y el hoy distinto

Me han deparado los comunes casos

De toda suerte humana, aquí mis

   pasos

Urden su incalculable laberinto.

Aquí la tarde cenicienta espera

El fruto que le debe la mañana,

Aquí mi sombra, en la no menos vana

Sombra final, se perderá, ligera.

No nos une el amor sino el espanto.

Será por eso que la quiero tanto.

WILLIAM OSPINA